10 abr 2008

mañanas


Ella sabe que él vendrá (siempre vuelve), como cada mañana; y sin mirarla a los ojos, pronunciará las palabras muertas de cada día. Y que al terminar, rozará la piel suave de sus manos que entregando las migajas del acto consumado, se entregan.

Ella lo sabe, y sin embargo espera esa limosna con la que alimenta el estomago de su alma hasta la próxima visita. Hasta el próximo inerte, incoloro e insípido encuentro, mezcla de espontaneidad y rutina.

El desfiladero de corbatas estampadas, de esas que viajan desde países primer mundistas, y diarios partidos al medio que desangran números de ámbitos más bien financieros que sociales.

Y ella espera, lo espera, con un raro peinado nuevo, en el que él no se detendrá jamás, ni en eso, ni en sus uñas prolijamente coloreadas de rojo. Él no ve. El pide, exige, entrega lo que le sobra y se va, matándola, por las mañanas cada vez que se aleja llevando entre sus manos el único nexo tibio entre ellos.

Ahí viene, lo visualiza a través del vidrio, abre la puerta llevando a cuestas el ceño fruncido que lo caracteriza (que la desvela). Y acercándose a ella y al mostrador que la protege y los separa, pronuncia las palabras mecánicamente estudiadas:

- Buenos días, un café doble, con crema y azúcar por favor.


Luego de la escena, que siempre será la única en la obra que ella escribe, él se retira. Y se la lleva en ese vasito con tapita de plástico, encerrada por 24 horas, hasta la mañana siguiente, cuando la vuelva a ver radiante como siempre, y sólo pueda balbucear, ante tanta belleza, las mismas palabras de siempre.