Un cuerpo ya lento que mantiene la velocidad en sus manos temblorosas para dibujar en segundos un jardín de arabescos, hechos de hilos blancos, de sedas, de flores de algodón perfumadas, nubes que entran en mis pequeñitas manos. Entonces, ella se detiene, acaricia mi cabellera castaña, y comienza de nuevo, paso por paso, cantando con cada movimiento de baile, para que yo memorice de apoco y con paciencia, y lo asocie con esa melodía como si escribiera la canción de mi vida.
La canción que aún hoy recuerdo, que cambia de ritmo pero mantiene la suavidad de sus manos, que no paran de crear mientras se columpia lentamente en su mecedora de maderas torneadas y sólo se detienen con el silbido alarmante de la pava que indica la hora del té. Sólo entonces el baile de cintas enredadas llega a su fin, para ser retomado momentos más tardes.
Y así una madeja se desperezaba convirtiéndose en puntillosos soles que iluminaban, y daban más calor que la estufa que brillaba a un costado, pimpollos que coqueteaban con sus vecinos iguales acariciándose en sus contornos.